Crecí escuchando canciones de los
Beatles. Sus melodías están tan ancladas en mi memoria como las discusiones
tontas que mantenía con los forofos de los Rolling Stones. La cultura británica
ha penetrado en mi manera de ser, me ha ido creando y puliendo, no solo a
través de la música y su subyacente poesía, sino también gracias a sus
magníficos novelistas, tanto actuales como pretéritos, a sus ensayistas, amenos
a la par que certeros,
a sus cineastas,
artistas, pensadores… Puedo afirmar, sin exageraciones ni complejos, que una
parte de mí se considera británica. Vamos, que soy bastante inglés. Si me
obligaran a nominar al mayor genio universal de las letras, un suponer, me
decantaría por Shakespeare.
Los azares de la vida (cada cual
tendrá los suyos) han contribuido a que también me sienta bastante francés. En
mi colegio se estudiaba la historia de Francia con tanta profundidad como la de
España, lo que motivó que mis batallitas infantiles se inspiraran tanto en el Don
Pelayo de la Reconquista cristiana como en el arrojo que mostró Bayard
(caballero francés “sin miedo y sin tacha”) en el puente de Garigliano. Ni
siquiera podría definirme a mí mismo sin mencionar a Brassens, a Montaigne, a
Céline y a tantos otros genios que el país vecino ha cultivado cual
champiñones. Sin olvidar los paisajes, las comidas o las conversaciones que han
ido impregnando mi persona de franchutismo, modificándome y ayudándome a ser.
Esto mismo que cuento de
Inglaterra y de Francia me sucede también con muchos otros países. Por ejemplo,
EEUU, cuya lista de nombres, ideas y etcétera que me han influido resultaría
demasiado larga; Alemania, sobre todo la música clásica; Italia, sobre todo el arte;
Japón, cuya filosofía aprecié a través del shiatsu; la India, sobre todo el Yoga...
y tantos otros países cuya cultura he hecho mía, bien porque ya lo era y la he reconocido,
bien porque no lo era y me ha transformado.
Todos estos países forman parte
de mi esencia con el mismo derecho que España
(país que consta en mi DNI) o que Euskadi. Porque el derecho de España a
formar parte de mí no se funda en que el suelo que mayormente piso se encuentre
en el ámbito de su territorio nacional, no, ni mucho menos; ni siquiera en algo
tan glorioso y a la vez tan infame como su historia (algo que podría decirse de
cualquier país), sino en alguna esencia de su alma, de su manera de ser, que
entiendo, comparto, y encuentro en sus gentes, o por lo menos en aquellas (muchas)
que a mí me gustan y me hacen sentir bien. Además el azar de mi vida ha hecho
que conozca a más personas de España que de Inglaterra o de Francia. Así que
también me podría definir como bastante español.
Por otro lado, dicen que soy
vasco porque he nacido en Bilbao. Bueno, ni tan mal, podría jugar en el Athletic.
Pero, en serio, ¿me siento más cercano a
un cacique local de las minas de hierro de Gallarta que al cacereño de la
novela de Raúl Guerra Garrido? No lo creo. Confieso que no me emociono con los
deportes rurales, ni con las mitologías varias, incluyendo las de nuevo cuño, léase
Olentzero (Papá Noel autóctono), Marijaia (símbolo de las fiestas de Bilbao), el
Celedón vitoriano, o la tamborrada donostiarra. Me dejan más frío que un carámbano.
Sin embargo las calles y los solares del sucio Bilbao de los sesenta formarán siempre
parte de mi remanente de felicidad. No el Bilbao de ahora, indistinguible en su
pulcritud de Madrid o Berlín, sino aquél más oscuro e imperfecto donde yo
gozaba. Estoy diciendo algo tan simple como que cada cual elige sus recuerdos. También
me encanta Mikel Laboa, pero prefiero a Bob Dylan… lo mismo que admiro a
Camarón pero tiendo a escuchar más a Janis Joplin.
Hay muchas cosas genuinamente
vascas que he incorporado, como es natural habiendo vivido en el bocho toda la
vida, pero me voy a quedar con una: el idioma. En los lejanos tiempos
franquistas mi padre se empeñó en hablar a sus hijos únicamente en euskera para
que dicho idioma, por él adorado, perviviera en el tiempo. He procurado
transmitir dicho amor a mi descendencia, no por ningún afán conservador de
esencias, ni tan siquiera idiomáticas, sino por el sencillo y profundo placer
que me produce entender y expresarme en esa lengua tan hermosa que ha quedado encastrada
en mi identidad.
Hablando de identidades también
he de confesar que me siento bastante catalán. Muchos y muy cercanos parientes
míos están instalados allí desde hace años y me congratulo visitándolos con
regularidad. Por otra parte, no conozco un sitio más cercano y agradable para
veranear que Cataluña. Durante diez años seguidos la familia meva ha pasado el mes de julio haciendo
camping en diferentes lugares del Bajo Ampurdán. Allí visitamos sus playas,
pueblos, ciudades, monumentos… No hablo catalán, ni siquiera en la intimidad,
pero puedo entenderlo, tanto hablado como escrito, sin excesiva dificultad.
Supongo que soy menos catalán que un payés prototípico a pesar de que él no
haya leído nunca a Plá, ni visto una actuación de Raimon (sí, el de Xátiva), ni
disfrutado con Mir… pero no estaría yo tan seguro. Supongo que bailar la
sardana con corrección no constituye una muestra necesaria de catalanismo.
Tampoco domino el aurresku, oigan.
A lo que vamos. No me considero
vasco, ni español, ni catalán, ni francés, ni inglés… sino una mezcla
azarosamente consciente de todo ello. ¿Carezco de identidad, por tanto? Todo lo
contrario, mi identidad no tiene fronteras. Mi identidad es vasta y mudable. No
me costaría mucho irme a vivir ahora mismo a Andalucía, a Sri Lanka o a la
Argentina. Seguiría manteniendo mi identidad, seguiría explorando los límites
de mi yo. Sin fronteras, como internet.
Por todo lo cual lo mínimo que pido a mis Gobiernos es
paz y libertad para poder continuar desarrollándome dentro de mí mismo, para
poder continuar siendo. Hagan el favor de no trazar fronteras entre mi hombro
derecho y mi clavícula izquierda, que bastante me cuesta mantener la
musculatura a base de Pilates (un señor, por cierto, alemán). Mi identidad no
entiende de naciones. Me confieso analfabeto en todo lo referente a fronteras y
exclusividades. Hagan el favor, se lo ruego, de dejarnos en paz con el asunto
identitario.